Steinbeck, Szymborska, Sthendhal, Neruda...
A estas horas, el sol ya habrá doblado el esparto en las laderas de las solanas; todo
preparado para el silencio de la araña.
Juan Ramón Jiménez, Gelman, Cernuda...
Los tomillos habrán abandonado definitivamente su timidez, y la cabra y el jabalí merodearan a sus anchas lejos de las palabras, de los motores.
Vicente Medina, Holderlin...
Puede que en las esparragueras del río apunten los brotes primeros, que las plumas, como pensamientos, socorran al aire con caricias y amores sencillos.
Bécquer, Machado...
¿Qué sendas se doblarán todavía más? ¿Qué será de las sabinas en estas horas antiguas y milenarias?
Bradvury...
El mismo sol del monte, la misma luz que entra por la ventana de la alcoba. Es el único lugar del piso donde el atardecer adormece esperando, se escabulle entre las sábanas, voltea viejas respiraciones. Sobre la mesilla encuadernaciones rústicas, confidentes en las largas noches del insomnio, desde los tiempos primeros de la juventud lejana, de las risas, las penas, de llegadas y de idas, demiurgos de los lugares comunes que todos tenemos.
El vino del estío...
El encierro, el miedo, la perentoria necesidad de libertad.
Sobre sus libros, después del entierro, quedaron los últimos paseos.